
No era un día de sonrisas para nadie en el circuito de Imola. Mucho menos para Ayrton, quien por años ha sorprendido a mecánicos, ingenieros, periodistas y novias con su capacidad de concentración en los instantes previos al inicio de la carrera, haciendo que todo a su alrededor se vuelva estrictamente invisible e inaudible. Sus ojos, en esos momentos, parecían estar en otra dimensión. Su seriedad formó una pared de la que pocos se atrevían a acercarse, sin importar si era un pariente familiar o una relación contractual.
Para algunos, en aquellos momentos Ayrton anticipaba curvas y movimientos de otros pilotos. Para otros, rezaba. Otros aún creían que esa era una travesía sensorial para un mundo lleno de furia que sólo cabía y existía en el cockpit. Una travesía sin vuelta hasta que su carrera terminara.
La cámara de Armand Deus sigue grabando cuando Ayrton se aproximó a la parte trasera de su Williams FW-16 y puso sus manos sobre el alerón. Tuvo una fugaz conversación con el ingeniero David Brown sobre la suspensión trasera del coche. Después, sus ojos comenzaron a alternar entre la nada y el Williams, que aún estaba sin ruedas y suspendido entre los caballetes, recibiendo los últimos ajustes de los mecánicos.
Era más que una habitual concentración. Había una preocupación contenida y también una tristeza solemne e impotente. Estaba ausente en su semblante, como a inicios de aquel año, esa intensidad y esa mirada depredadora de los tiempos de Lotus y McLaren. Ni siquiera el rápido comentario de Patrick Head, director técnico del equipo Rothmans Williams Renault, parece disminuir la distancia que Ayrton mantenía con todo lo que lo rodeaba.
Algún pensamiento finalmente lo rescató de aquella extraña divagación para el ritual del cockpit: pasamontañas, casco, mono cerrado hasta el cuello en una disciplinada espera, de pie, con las manos cruzadas sobre la cintura, aguardando la orden de entrar en el coche y ajustar el cinturón de seguridad.
Las imágenes grabadas por Armand Deus en el box de Williams y, minutos después, las que fueron capturadas en la formación de salida, cuando Ayrton cambió la rutina y se quitó el casco, se hicieron históricas. Provocaron el sufrido ejercicio al cual millones de personas, especialmente los brasileños, se someterían a hacer durante los días siguientes: ¿qué estaba por detrás de aquellas últimas miradas, gestos y silencios? Habían muchas posibles respuestas, solas o combinadas. Dentro y fuera de la pista.
Schumacher estaba allí, casi a su lado, más que nunca dispuesto a destronarlo. Roland Ratzemberger murió después de una colisión a cientos de metros más adelante, el día anterior, y esto lo hizo, por al menos durante algunas horas, desistir de correr. Rubens Barrichello, a quien Ayrton venía tratando como si fuese un hermano menor en las pistas, sobrevivió a un terrorífico accidente el viernes.
Aquel Williams que él llamaba el “asiento eléctrico”, un coche arisco y difícil de manejar, estaba desgastando los neumáticos con una preocupante rapidez. Y, en la noche anterior, Ayrton había oído una grabación. Una conversación entre Adriane Galisteu (novia por aquel entonces) y un ex-novio. El letrero anunciando “1 minuto” fue mostrado. Veinticinco motores de Formula 1 comenzaron a rugir.
Ayrton, a la hora de correr, acostumbraba a dejar de lado todas las preocupaciones. Por nada del mundo mezclaba las emociones en el cockpit. En unos segundos más, él se entregaría de nuevo a la aventura que había comenzado a los cuatro años de edad: el sonido de un motor de picadora de caña con tres caballos de fuerza.
A CONTINUACIÓN ► Capítulo 1: Palmas do Tremembé - Introducción
Caramba, que nudo se me ha puesto en la garganta...
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